La Clara y el Milosch….

Laila, Clara, Milosch y Leander
Laila, Clara, Milosch y Leander

La Clara y el Milosch nos recogieron de la estación de buses en el Bolsón.  A pesar de no conocernos, nos reconocimos enseguida.  Ellos estaban con sus dos hijos: Leander, de cuatro años y Laila, de uno recién cumplido; y nosotros, con dos grandes mochilas con todos nuestros tereques.  Cargamos nuestro equipaje en el auto y continuamos nuestro viaje por media hora más para llegar a su granja en Mallín Ahogado, un valle alto a 25 km. de El Bolsón aproximadamente.  En el viaje empezamos a descubrir la realidad de esta pareja joven con quien pasaríamos las siguientes tres semanas.

El Milosch, de 32 años, había llegado a la Argentina cuando tenía nueve meses.  Sus padres, Francisco y María Krämer, alemanes, habían llegado en busca de un lugar donde construir una granja en comunidad.  La comunidad, como la pensaron en un principio, nunca se concretó, pero la graja sí se hizo realidad.  Milosch, por lo tanto, se crió en este escenario: con sus padres, en un país extranjero, descubriendo como vivir su sueño de ser autosustentables.  Las condiciones, como nos contaron María y Francisco después, no eran tan fáciles.  El día a día se lo vivía sin muchos de los tan conocidos «servicios básicos».  Sin embargo, cuando Milosch nos contaba de sus aventuras de la infancia siembre se dibujaba una sonrisa de libertad en su rostro.  Parece que los servicios que faltaban no eran tan básicos como se los considera comúnmente.  A los quince años, tuvo la oportunidad de ayudar a su abuelo carpintero a construir un espacio para recibir turistas en la finca.  La construcción con madera lo cautivó.  Al terminar el colegio, profundizó sus conocimientos en Alemania y después de algunos años, regresó a la granja a construir su vida en un espacio de terreno que había comprado al lado de la granja de sus padres.

Clara, en cambio, llegó a Mallín por su abuela.  Ella había visitado la granja de los Krämer algunos años antes y sabía que Clara disfrutaría mucho del lugar.  El plan de Clara era visitar Argentina solo por unas semanas y luego viajar hasta Ecuador por algunos meses.  La realidad fue que se quedó en Mallín por algunos meses y viajó por Latinoamérica por dos semanas para tomar su vuelo de regreso.  Algo y alguien en Mallín la habían enamorado.

Decidió volver para quedarse. Cuando la conocimos tenía 25 años, y era una madre hecha y derecha.  Me llenó de alegría compartir tiempo con una madre a la que, a pesar de su corta edad, se la sentía plena y completa.  Una mujer que no estaba dividida y para la cual su realización máxima en ese momento era nutrir y sostener su hogar, sin apuros, como la gran Madre Tierra.

Durante nuestra estadía me sentí cálidamente abrazada por su paz, por sus preparados sanadores y por los manjares que salían de la cocina.  Pude maravillarme de la seguridad al criar a sus hijos y admirar una vez más lo fascinante que es ver crecer a niños que son tratados con respeto.  Leander y Laila eran dos personitas autónomas en lo que estaba a su alcance, auténticas y llenas de confianza en sí mismas.  No se veían forzados a hacer cosas a las que no estaban preparados y sin embargo, las reglas y los límites estaban muy claros.

La Clara, el Milosch, la Laila y el Leander vivían en una cabañita en un claro de bosque.  En su terreno habían dejado algunos árboles nativos, habían sembrado algunos frutales y tenían una huerta par el autoconsumo.  Todo esto rodeado de una malla para que no entren las liebres y los jabalíes a hacer de las suyas y de una buena franja de bosque nativo.  La tierra de su terreno, tratada con cariño, todavía conservaba el color, el olor y la textura de la mágica tierra de bosque.

El terreno del Milosch y la Clara lindaba con el de Francisco y María.  Lo mismo pasaba con los terrenos de los otros dos hermanos que vivían en Mallín.  Entre todos, a la final, habían formado la comunidad que los padres de esta familia soñaron.  Me gustó mucho la manera en que los Krämer funcionaban en conjunto.  Cada familia tenía un espacio donde desarrollarse, vivir a su ritmo y hacer las cosas a su manera.  A la vez, realizaban en conjunto labores que normalmente son demasiado pesadas para hacerlas individualmente.  Y si cualquier miembro de la familia necesitaba una ayuda en su espacio, se organizaban para, entre todos, hacer el trabajo más liviano.

Uno de los trabajos que compartían era el cuidado de dos vacas que pastaban en el terreno de María y Francisco.  Los tres hermanos se turnaban para ordeñarlas.  Cada uno ordeñaba a mano dos días de la semana y el domingo iban rotando.  María, con ayuda de sus nueras, transformaba la leche en queso, ricotta, yogurt y crema que eran muy bien disfrutados por todos los miembros de la familia.

Las mujeres de la granja también se reunían casi todas las semanas a hacer pan con cereales que tranzaban anualmente con un vecino por papas.  La tarea empezaba con limpiar el centeno y molerlo junto con un poco de trigo.  Una vez listas las harinas se las mezclaba con la masa madre, llena de levaduras silvestres, linaza, sal, suero, y un poco de levadura comercial.  Después de mezclar bien todo en una gran tina de hojalata se la dejaba leudar cerca de la cocina de leña por unas cinco horas.  En la tarde, se prendía el horno ruso para calentarlo.  Se ponía la masa en moldes y se horneaba unas diecisiete palanquetas que luego nutrían a todo el batallón.

La alimentación de los Krämer era basada en lo que crecía en su tierra.  Talvez un 95% de lo que comían venía de su granja o de vecinos con quien habían intercambiado productos que tenían de sobra.  Sin embargo, Francisco y María habían comprendido que vivir únicamente de la tierra, aunque era posible, era muy sacrificado.  Por ello habían decidido que bien valía combinar la producción de alimentos para el autoconsumo con alguna otra actividad que, dejándoles suficiente tiempo para descansar y disfrutar, les represente un ingreso económico extra.  A lo largo de su vida, Francisco y  María habían vendido leña, recibido turistas, y ahora, planeaban construir un aserradero.  Los tres hijos que conocimos habían decidido seguir el mismo camino, aprendiendo oficios que combinaban con los trabajos de la finca según su necesidad.

Las tres semanas que habíamos previsto para quedarnos llegaron rapidito.  Sin embargo, fueron suficientes para reforzar mi convicción de que es posible vivir con los ritmos de la tierra, procesar artesanalmente sus frutos y comer de ella casi en su totalidad.  Me convencí una vez más de que crear «fábricas» de alimento para mucha gente no es la manera de alimentar al planeta.  Nutrí mi sueño de que cada vez más gente combine sus actividades y oficios con la producción de su propia comida.  Sin embargo, la experiencia de los Krämer me enseñó algo más.  Comprendí que ser 100% autosustentable es posible, pero que el trabajo en la tierra es mucho más disfrutable si se lo combina con cualquier otra actividad que sea compatible.  Una muy buena lección en estos tiempos en que la autosustentabilidad ha vuelto a llenar nuestros sueños y esperanzas.

Domenica

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